martes, 25 de mayo de 2010

[EDUCACIÓN] N°1: ¿Rol Público o Fin Público? | Miguel Grez (DCU)


La proliferación de instituciones de educación superior de distinto tipo en los últimos años ha generado dos fenómenos claramente apreciables: 1) un crecimiento nunca antes visto de la cobertura de la demanda por estudios superiores y 2) una elitización del mercado laboral provocado por la disparidad de la formación profesional, entre instituciones de calidad y otras que no lo son.

Esas son las dos caras de la educación superior: una moneda que por un lado ofrece futuros atractivos, llenos de oportunidades, que el marketing describe con precisión, en cima de ranking de experiencia y calidad; y por otro, la competencia a priori que se da en el mercado laboral, cuando antes de ver nuestra foto o entrevistarnos, desechan nuestro currículo porque hay otro que dice Universidad de Chile y no Universidad de las Américas; Pontificia Universidad Católica de Chile y no Universidad Católica Silva Henríquez.

En este contexto, me ha tocado presenciar las discusiones respecto al rol público de las universidades, en especial, la nuestra. Mucho se habla de que lo público (el rol) es plenamente sinónimo de lo estatal, de que los privados solo perpetúan la mercantilización de la educación, de que las universidades, para ser tales, deben procurar la generación de conocimiento “crítico” en todas las áreas del saber, sin importar su rentabilidad, de tal modo de que las universidades vuelvan a estar al servicio del país, “y de las necesidades de su pueblo”. Solo así, se superaran, en cierto modo, las falencias de nuestra educación superior.

Pues bien, a pesar de que espero no haber simplificado demasiado la descripción de la discusión, creo haber podido ilustrar dos lugares comunes que reflejan sus principales falencias: el concepto de “rol público” adolece de una vaguedad y de una cojera que debemos considerar a tiempo.

La vaguedad, creo que reside en una confusión ente lo que es un “rol” y lo que es un “fin” público. Lo primero, lo defino como la satisfacción de una necesidad, o la resolución de un problema, que aqueja a la sociedad, para cual acude a la labor que sistemáticamente han desarrollado algunos de sus miembros para ejecutar esta función tácitamente asignada. Ejemplo de ello, son el servicio de registro civil e identificación, que es una repartición estatal encargada de administrar una base de datos de distintas naturaleza, de modo de facilitar determinadas relaciones sociales; o bien, el sistema de transporte público, un conjunto de empresas privadas articuladas por el ministerio de transportes, para facilitar los desplazamientos de las personas a través de la ciudad.

Como podemos observar, lo que define un rol público no es la naturaleza de una entidad, sino la de la función o actividad que desempeña en el seno de la sociedad, lo que determina la existencia de un interés público de esta, y por tanto, la necesidad de una regulación (más que asumirla directamente) por parte del estado, ante la posibilidad (muy frecuente, a veces) de que el actuar negligente de una institución o entidad de este tipo perjudique al conjunto (o a una parte) de la sociedad. De este modo, creo que el concepto de rol público de las universidades es extensible no solo a aquellas que pertenecen al estado, sino que también a aquellas que siendo “privadas” han asumido la labor (algunas con bastante seriedad, otras no tanto, y muchas otras, sin ningún mérito) de contribuir a la difusión del conocimiento en el seno de la sociedad, según sus exigencias, e incluso, a los centros de formación técnica e institutos profesionales. Sin embargo, lo que marca la diferencia son los “fines”, que pueden ser públicos, cuando se busca solo contribuir al desarrollo espiritual y material de la nación a través de la labor pedagógica; o bien, privados, cuando solo responden al simple lucro.

Una vez definido este denominador común para toda la educación superior, podemos comprender la cojera de la que adolece la discusión sobre el rol público: se está dejando en segundo plano, en primer lugar, la motivación por la cual el conjunto de la sociedad desea acceder a la educación superior, que dista muchas veces, de la loable intención (quizás, un tanto paternalista) de no pocos estudiantes de transformar a las universidades y a sus estudiantes y egresados en los responsables de dirigir el funcionamiento del país; y en segundo lugar, el cada vez más importante espacio que se está ganado la educación técnica-profesional en la actualidad. En pocas palabras, estamos hablando del rol público universitario, y no del de la educación superior; o bien, de los fines públicos o privados de las casas de estudio.

Aquí radica la naturaleza del problema: no concebimos que la mayoría de las personas ve en la ecuación superior más que una oportunidad de cambiar la realidad nacional, una oportunidad de insertarse en ella de manera exitosa, o al menos, satisfactoria, de tal modo de poder alcanzar la realización material y espiritual de su persona, ya sea a través del ejercicio profesional en si mismo, o bien, de la adquisición de cierta estabilidad económica. Sin duda, más de alguien no se sentirá satisfecho con esta visión, y deseará que su paso por la educación superior y su vida profesional tenga un valor mucho más “trascendente”. Eso es muy destacable y entendible, pero poco frecuente en la mayoría de los casos. En consecuencia, el problema que debe girar en torno al tema del rol público, no es definir quienes lo tienen o no, puesto que en realidad es patrimonio de cualquier plantel, de cualquier tipo o forma de ecuación superior, sino en definir la mejor manera de que la institucionalidad asegure su cumplimiento, es decir, la preparación de profesionales de calidad que puedan competir en igualdad de condiciones en el mercado laboral.

Quizás alguien podrá objetar que una visión como la expuesta es meramente profesionalizante, que deja de lado la producción de conocimiento y que perpetúa los vicios de la estructura social. Pero creo que es un error criminalizar la llamada “profesionalización” de las instituciones de educación superior, pues es en realidad este el objetivo que la sociedad les encarga, en primera instancia; la generación o difusión de conocimiento, es en realidad una dimensión (aunque no la única) de una formación profesional de calidad, la que a su vez, es indispensable para poner el saber al servicio de la sociedad, y que por cierto, no puede dejarse de lado, además, una adecuada formación ético-profesional, que si bien, no es la mejor manera de reformar el medio social, al menos contribuye a ello al formar individuos conscientes y responsables del impacto que su labor puede tener en el entorno en el que se desenvuelve.

En conclusión, debemos abogar por enfocar nuestro debate sobre educación superior, desde una perspectiva inclusiva y multidimensional, y evitar caer en los chauvinismos que a veces se generan por la dilatada tradición de nuestra casa de estudios. Personalmente, aspiro a que nuestro debate acerque el día en que a la hora de competir en el mercado laboral, yo sea escogido por mis eventuales empleadores en base a mis conocimientos y demás méritos personales, y no al simple hecho de venir de una institución de prestigio, o una del montón.

Miguel Grez C.
Democracia Cristiana Universitaria


1 comentario:

  1. fe de erratas: en todos los casos donde dice "ecuación superior" debiera decir "educación superior" :P

    miguel grez c. XDXD

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